Invierno en mi vida
y la vida como la conocía,
ha llegado a su fin.
La tormenta de mis penas me satura
y el torrente desatado desde mis ojos,
bañan con dolor cada día y cada noche
de una recurrencia gris.
Cómo entendería el mundo,
la frágil existencia de los sufridos,
de quienes,
a fuerza de recibir los golpes morales por sus pecados,
acaban rendidos ante el dolor.
Hay tantas dudas en mi mente
y siento tanto miedo,
pero no tengo más compañía que la soledad,
vieja amiga desde mi juventud.
Ahora el cuerpo tiembla,
las manos no obedecen,
la respiración se agita,
y los músculos se contraen.
De pronto ya no percibo a la naturaleza,
de pronto mis latidos bostezan,
mis pensamientos se nublan
y todos mis sueños cesan.
Bendita Gracia, Padre de todos lo seres,
cuánto quisiera saber que observas la cruz que arrastro,
pero parece que Tus ojos son indiferentes
con el padecimiento del arrepentido.
Madre Divina, que siempre acudes ante tus hijos,
escucha mis plegarias
y lleva mis oraciones a sus oídos.
Querida mía,
no aspiro más que a un granito de tu amor
y a un segundo de tu vida,
que para mi,
sería el cimiento de mi futuro
y una sonrisa de alegría.
Pero pueden pasar las horas
y la lluvia no cesaría,
pues sin tu perdón y sin tu presencia,
el invierno nunca terminaría.
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